La orfandad se carga de amor, ¿cuántas Genovevas?

 



 


En mayo del 2014 leí por primera vez la novela de Giovanna Rivero, 98 segundos sin sombra, publicada por la Editorial El Cuervo. En algún momento del 2016 pensé uno de los artistas que más admiro, el cineasta Juan Pablo Richter, podría amar el libro tanto como yo. Hace un par de días, casi al final del 2021, vi por segunda vez el resultado de ese amor: 98 segundos sin sombra, la película.

 

Últimamente estoy muy obsesionada con las reescrituras y las relecturas. Pienso que es posible que sean lo mismo, que cuando relees algo, lo estás reescribiendo en tu cabeza, y viceversa. Y si creemos que todo está escrito ya, la única posibilidad es la reescritura o la traducción. Por lo tanto, reescribir una novela en el lenguaje del cine, me parece un acto de profunda honestidad. Y obsesión, también de obsesión.

 

Ese 2014 escribí un texto con algunas claves de mi lectura de la novela y no incluí algo que ya pensaba en ese momento y que ahora, después de mis relecturas (literarias y cinematográficas), confirmo: 98 segundos sin sombra sobrevivirá en los años como una de las novelas más importantes de la literatura nacional; por su entrañable y maravilloso personaje Genoveva, por la construcción cuidada de su lenguaje y por el retrato necesario de un momento histórico social del país que se escapa hábilmente de la tan aburrida y privilegiada mirada masculina.

 

Creo que lo mejor del arte solo puede nacer de las obsesiones extremas. Así es la segunda obra de Juan Pablo Richter, una película de personaje, donde se nos permite entrar en la furiosa intimidad de una adolescente que vive los 80s en el Culo del Mundo, un pueblo del oriente boliviano. Genoveva es puro amor. Un amor indómito, casi huérfano, brutalmente honesto y capaz de todo. Si en El río, primera película de Richter, la apuesta narrativa era estar (con la cámara) a la espalda de los personajes, mostrándonos lo que ellos veían; en 98sss lo que más vemos son primeros planos de Geno, nosotras como su espejo (¿o al revés?) y la perspectiva, junto a la voz en off, toma el lugar que la escritura del diario tiene en la novela.

 

La película se abre al mundo con la sólida actuación de Irán Zeitun; después se van concatenando las relaciones con los otros personajes femeninos a su alrededor. Mujeres adultas, viejas o adolescentes, que lo que más hacen es imaginar; por ejemplo, que tienen una Magnum 45 para matar a sus agresores, a sus violadores, a sus ex cocainómanos. Mujeres niñas. Mujeres violentadas, cómo no, porque esa siempre fue la moneda de cambio de todas las crisis sociales, de esta también, donde el poder pasa de los bolsillos a las narices de los hombres.

 

Desde El río, el cine de Richter, acompañado siempre de la productora Paola Gosalvez, me parece refrescante, desacralizador de nuestra tradición audiovisual patriotera y macha. Agradezco especialmente en 98sss, el desarrollo de un trágico sentido del humor que no es comedia, es imaginativa y suspenso. Le agradezco también al director, que es el guionista, que haya diseñado un artefacto lúdico, permeable y que se haya resistido a transformar la narrativa que cuidó tanto Rivero, en una historia lineal que ofrece más respuestas que las preguntas que hay. En nuestra forma de razonar con tufos coloniales y adultocéntricos, se nos hace complejo ingresar a las lógicas no lógicas adolescentes, animalescas, fronterizas entre la infancia y el horror de la adultez, que sabemos es un asalto, una maldición.

 

Una adolescente escribiendo en su diario (libro), dibujando sus pensamientos en letras, sin pasarlos por ningún filtro, sin pretender la coherencia, llenos de alucinaciones, deseos, miedos, ensoñaciones, amores profundos, pasiones descontroladas. Una adolescente hablándose a sí misma, pensando activamente (película), mostrándonos las imágenes de su imaginación sin límites. ¿Qué puede ser más adolescente que fantasear con tu propia muerte?

 
En 98sss los elementos estéticos cobran un particular protagonismo narrativo. La dirección de arte de
Camilo Barreto y el vestuario a cargo de Maite Tarilonte dan vida al pop ochentero de la película que está cubierto de una pátina de pasado reciente, como un filtro delicado que comunica un estado de ánimo, una especie de ayer aún presente. La fotografía de Luis Otero nos encierra en planos cercanos, completamente enfocados y obsesionados con Genoveva (¿acaso no estamos todas?). Y, por último, la música de Gabriel Lema es un florecimiento coral del universo núbil de Genoveva, que nos da desde evocaciones clásicas de misterio a lo Twin Peaks, hasta la nostalgia concentrada y el glitter pop como vehículos emocionales.

 

Ojo al video clip dentro de la película.


La ternura máxima de la torpeza, el amor sobredimensionado, y el mundo exterior que solo amenaza, dónde lo mundano y lo capital, lo extraterrestre y lo místico, lo cósmic y lo político, pueden intervenir en la expansión de una valiente adolescente en Culo del Mundo.

 

Ojo al regalo desenfocado de la última toma.

 

Me quedo con estas Genovevas que reivindican la infancia temeraria que no tuvimos, pero que hubiéramos deseado: la de Giovanna, la de Juan Pablo, la mía en este texto y seguro que una propia y particular de cada persona que vea esta inolvidable película.


Paola R. Senseve T.

 



*Texto originalmente publicado en Página Siete

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