Atravesar - Un texto de cuarentena


El reloj decía 5:00 am, todavía daba vueltas en la cama, sin poder apagar la maquinaria de pensamientos extraños y feos que anida mi cabeza. La oscuridad era completa, a mis espaldas tenía la cortina cerrada porque mis ojos que normalmente no ven, lo hacen mejor sin luz. Cinco aeme y de repente escuché una respiración agitada, acompañada de pasos rápidos, coordinados. Una hora antes de que los pajaritos, los autos y los perros destruyan la ilusión de silencio, pasa un hombre corriendo.

 

Asumí de inmediato que era un hombre porque yo no me animaría a salir sola a esa hora, le tengo miedo al virus, al encierro, a que mis músculos se atrofien y al enredo mental; pero temo más a los violadores.

 

Envidio profundamente al hombre que corre. En cuestión de segundos su rumor desapareció.

Hace tres meses y medio vivo en esta casa y las hormigas recién se presentaron ayer. No existían y ahora se desplazan sobre mi cuerpo, mi territorio soberano. Estoy sentada en uno de los taburetes de la cocina, mirando el horizonte y sé que estoy viva porque las terminaciones nerviosas de mi piel me permiten sentir a las hormigas caminando encima mío. En mis brazos, mis piernas, mis manos. Reacciono de rato en rato, mato una y vuelvo a anestesiarme hasta que siento otra.


Paso muchas horas del día en esta cocina. Haciendo café, cocinando, lavando platos y ollas, escuchando música mientras lavo, comiendo, mirando hacia afuera de la puerta y las ventanas. También leo en esta habitación. Leo noticias y mensajes de la gente que amo y no está en esta cocina.

 

Si me preguntan dónde estoy, lo máximo que puedo responder es: en la cocina. Mi cuerpo está en la cocina de una casa, en una ciudad grande de un país que no es el mío; pero, ¿realmente estoy aquí? Me pregunto qué es llegar a un lugar, qué es habitarlo o cuándo se concreta esa llegada. Yo no estoy aquí. No sé dónde estoy, pero me doy cuenta que paso mucho de estos días de nada y de todo en varios lugares. En Santa Cruz especialmente, donde está mi familia. En Buenos Aires con mi hermana. En La Paz con mis plantas, mis amigas y mi cama (en algún momento tengo que dejar de usar el artículo posesivo). En Londres. En España. En Estados Unidos. Vivo en la cartografía de mis amores.


El miedo es como las hormigas de la cocina.

 

Nada de esto es mío, ni la cocina, ni la cama donde no duermo; tal vez mis libros sí. Me desespera no saber y no poder controlar. Desde que mi abuela murió, sé que no tengo patria, mi madre está ahí, pero no quiero que ese peso caiga sobre sus hombros. Es casi una sentencia. Y lo que intento desovillar es algún atisbo de razón que me explique cómo se puede vivir con la nostalgia o los huecos que dejan las personas o las cosas. La amiga poeta, la abuela, la casa o la ciudad. Me pregunto si ese dolor apabullante de la sensación de haber perdido es algo a lo que nos aferramos con furia para convencernos de que fue real el amor, la pertenencia. Parece que si soltamos, no existió y no queda nada. No sabemos amar sin dolor. Ya qué.  


Sé que pienso en estas cosas porque las hormigas me obligan.


Otro bicho parecido a las hormigas es la culpa. De todo. De estar sana. De tener comida, casa, Internet. De no necesitar. Culpa de tener tantos privilegios y al mismo tiempo no estar bien. Y es que probablemente no quiero estar bien. Tal vez no estar bien es un mecanismo de defensa, es lo que me mantiene despierta, alerta como las hormigas.

 

¿Qué es esto?


Después de dormir unas cuantas horas, despertar es lo más difícil. Lo evito a toda costa, pero las hormigas me obligan a abrir un poco los ojos para ver el celular y asegurarme de que Santa cruz, La Paz, Londres o Buenos Aires no tengan noticias urgentes para mí. Luego de eso puedo caer en el vacío y no terminar de caer nunca. Nunca. Nunca. Nunca. Nunca. Nunca.

 

Ayer había una mala noticia en el celular. La leí solo 20 minutos después. ¿Qué hubiera hecho de no haberme enterado tan tarde? No lo sé.


En realidad, no sé nada. Y presiento que las hormigas en su conciencia antiquísima de supervivencia saben que yo no sé. Por eso las voy matando y ellas siguen subiendo y siguen caminando y siguen resistiendo.


Cuando murió Emma hace 4 años me cuestionaba constantemente de quién era el duelo, a quién le pertenecía. Si yo tenía derecho a dolerla así o si me estaba robando el dolor de alguien más. Como si eso pudiera realmente ser una situación. Un fraude de las emociones. Él síndrome del impostor también en los sentimientos. Entonces, me embarqué en la búsqueda de recuerdos. Sucede que la memoria es otra forma de tener el control, de saber bien qué es real y qué no. Sucede que la memoria, que también puede reconfigurarse y existir de las cenizas, marca un antes, un después. Nos dicta cómo vivir y tal vez cómo amar también.


Estos días de nada y de todo me resulta bien difícil escoger qué voy a recordar. Tengo la ligera impresión de que todo este tiempo acá, pero viviendo en otros países, va a irse de mí. Va a desaparecer.

 

Yo no estoy aquí. Los parámetros de estar aquí no sé cuáles son, pero no los cumplo. Por la diferencia horaria estoy una hora antes que Bolivia. Dos antes que Argentina. Seis antes que Londres. Pienso en qué puedo advertirles con esa o esas horas a mi favor. Les digo que estoy en el pasado, pero en mi cabeza es el futuro. ¿Acaso es esto una especie de taller de duelos anticipados?

 

Cada madrugada me apago de a poco y con dificultad, agotada luego de pensar, de cavar cada superficie hasta que mis dedos mentales sangran, hay materia bajo mis uñas. Es la paradoja de intentar soltar algo a lo que nos aferramos con tanta furia.

 

Quisiera saber si la desesperanza me hubiera encontrado igual caminando por mis calles, cavando las superficies de los muebles de mi casa, asomándome por la misma ventana por donde calibré mi mirada del mundo y de la humanidad, durante años.

 

Es muy probable que nadie lo sepa y está bien. Como también está bien no estar acá. Y que solo tengamos que ajustar las cuerdas de los tenis, respirar hondo (reaprender a respirar) y sin bordear ni saltar, atravesar. En la máxima literalidad posible. Ir de un lugar al otro por el medio/miedo. Llegar al final (si hay) desafiando los límites del cuerpo. La resistencia. La respiración (re re respiración). La agitación. Es igual que… que correr en el parque, en medio de los árboles, haciendo la pulseta cuerpo-mente/medio/miedo.

 

Hoy me levanté para hacer pis a las 5:40 am. Estaba lavándome las manos parada frente a la ventana del baño cuando escuché los pasos agitados interrumpir el ruido de la caída del agua. Pude ver. Sí era un hombre. Grande. Cabellera plateada mojada por el sudor.

 

Así. 

 

Paola R. Senseve T.


Texto publicado originalmente el 3 de junio del 2020 en la página de Mantis Narrativa.









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