“Una lengua como nieve encima del vulcán dormido” (Sobre Panza de burro, de Andrea Abreu)
“Al
principio nos estregábamos poquitas veces, más escondidas. Pero luego, cuando
nos enteramos de que el vulcán podía explotar, empezamos a estregarnos más
fuerte, más veces. Y hablábamos sobre estregarnos todo el día. Total, si nos
íbamos a morir, lo mejor era estregarse lo máximo posible.”
¿Nos acordamos lo que es la infancia?
En nuestras vulnerables memorias,
¿qué nos queda de la época en la que éramos niñas?,
¿qué de cuando cruzábamos la frontera hacia el otro
lado?;
a esa época incierta de paso
¿le decimos pubertad, pre adolescencia,
adolescencia?
¿qué?
Muchas veces siento que cuando el
feminismo habla de la infancia carga con una deuda, porque suele referirse solo
a la violencia y no a los cuerpos o las libertades. Hablo de las niñas, porque,
por supuesto, no pasa lo mismo con los niños. Los niños juegan a conquistar el
mundo con sus cuerpos y luego los hombres también. Hemos sacralizado este
periodo de la vida al punto de substraerle la autonomía por completo. Es justo
en los límites de esa infancia/pubertad/adolescencia donde vamos comprendiendo
a cabalidad los “no”, donde el espacio que tenemos que ocupar en el mundo se
comienza a achicar, tanto, tanto, tanto que nos reduce física y
metafóricamente. Reduce nuestra seguridad. Reduce nuestro lenguaje.
Pienso en todo esto después de leer la novela Panza
de burro, de la escritora canaria Andrea Abreu. Este libro vio la luz por
primera vez en 2020 y hasta el momento ha sido traducido a 11 idiomas y ha
vendido más de 40.000 ejemplares. Acá las niñas se estregan jugando y juegan mientras
descubren las capacidades infinitas de sus cuerpos, en una instantánea precisa,
justo dos segundos antes de conocer la censura. Acá Andrea Abreu desata la
fuerza vulcánica de su lenguaje al mundo, para contarnos, de manera inolvidable
y abrasadora, esta historia, sin guardarse ná. Ná de ná. Panza de burro
es una novela corta (166 páginas, DumDum Editora) que va hasta las entrañas de
la tierra donde se gesta el fuego que nadie nunca sabe cuándo nos quemará a
todas.
Los últimos libros que leí (Vendrá la muerte y
tendrá tus ojos de Magela Baudoin, Frontera interior de Astrid
López) me hacen reafirmar la idea de que la infancia es muy difícil de escribir.
Pero capaz nosotras, las mujeres, solo tenemos que hacer el inconmensurable
trabajo de cincelarnos, con muchísimo detenimiento para no quebrarnos en el
proceso, pero sí llegar al fondo y encontrar a la niña que nos obligaron a
congelar. La niña capaz de tener orgasmos fácilmente sin saber qué es un
orgasmo. La niña capaz de decir “el pepe” e incólume morder uno. La niña capaz
de vivir sin la culpa y la vergüenza (por tan solo existir), que luego el
borramiento, el abuso y la morigeración nos imponen.
Pero no nos engañemos, no se trata de escribir
la voz “creíble” de una niña. Se trata de creerle a la voz de la niña que está
adentro. De esa niña que ya no es niña. Que camina entre las calles del pueblo,
la tierra, el sudor, los perros, el mésinye. Que lidia con las hormonas y la
humedad impenetrable del interior de su cuerpo. Que ya está
comenzando a soñar con desaparecer, que no le salga más pelo, desintegrarse, que
le saquen el bigote, porque los Otros le siembran la incomodidad dentro como
una semillita que solo crecerá y crecerá.
En el lenguaje de este libro se puede sentir una densidad
indómita, selvática e intergaláctica muy en sintonía de la editorial que lo publicó
en Bolivia a mediados de este 2021: Dum Dum Editora. El lenguaje está, estuvo y
estará vivo. Monstruosamente vivo y no lo vamos a encapsular. Basta que una
escritora nacida en el ‘95 escriba “estregarse” lo suficiente para entenderlo.
“Y
al terminar de estregarnos Isora me mandaba a rezar y yo bisebisebisé con los
pantalones del chantal todos pintorriados de colores, como un arcoíris dentro
de las piernas, un arcoíris que se elevaba por encima del límite del mar, allá
abajo, donde las nubes se juntaban con el agua y ya todo era gris, y ya solo
quedaban nuestros pepes latiendo como un corazón de mirlo debajo de la tierra,
como una mata a punto de reventar el centro de la Tierra.”
Isora.
I
so ra.
¿Cómo
suena ese personaje que comparte edad, protagonismo y vida con la narradora de
Panza de burro?
¿Cómo
suena esta novela entera?
Leí
varios párrafos en voz alta para internalizar un poco más su música y lo único
que logré fue ser poseída ferozmente por una fuerza, diría yo, física.
Esta
novela se oye.
Es
para que los ojos se conviertan en oídos y pasemos, una y otra vez, del goce
estético, al político y viceversa.
Gracias
al lenguaje.
Todo
con y por el lenguaje.
Dentro
de “los últimos libros que leí” hay uno que releí y que dialoga especialmente
con Panza de burro. Se trata de 98 segundos sin sombra de
Giovanna Rivero. Dos novelas narradas por niñas que son torbellinos desatados
en el proceso de ser contenidos. Que dicen lo que piensan y sienten lo que
dicen. Que usan el lenguaje y lo retuercen sin conciencia, solamente haciéndolo
propio, tomándolo antes, justo antes, de que el mundo les enseñe que está
prohibido. Y el mundo enseña castigando, claro. Estas dos chicas que narran son
de pueblos pequeños, atravesados por condiciones históricas que se ven reflejadas
en las realidades domésticas de sus familias: la pobreza, los detalles
extremos, el cinismo de la edad, las amistades y los amores. Dos
“Culos del mundo”. Dos amigas
adolescentes que vomitan para no crecer en cuerpo y en vida. Dos
voces desatadas, crueles, brutalmente libres. Y todas las otras coincidencias:
los cuerpos. las violaciones. siempre violaciones. anorexia, bulimia. la
familia. la amistad. las madres. las abuelas.
El
capítulo “comerme a isora”, en la página 69 (edición DumDum), es un ejemplo
perfecto de la poética bravía de la novela. Una lectura sin respiros, sin
filtros, sin exigencias sociales, sin vergüenza. Porque a esa edad, la
vergüenza es de los Otros y la heterosexualidad, la asquerosa y cruel
heterosexualidad mandatoria todavía les pertenece a Otros, nunca a ti, nunca a
nosotras; así como la puntuación, las pausas, el miedo, las precauciones y los
frenos frente al impulso.
Sisá,
porí, estregar, pepe, dir, shit, mecagondioscabrón.
¿Quién
le pone límites al océano?,
¿a
la niñez?,
¿a
la respiración?,
¿al
lenguaje?
Una novela. El mundo contenido o custodiado por un
vulcán.
La cárcel del cuerpo y de la mente está en los Otros.
“Sola
me estregaba hasta el fin del día, hasta hacer temblar la casa, hasta que se
cayesen las lajas de los barrancos y se diesen vuelta los pinos y las tabaibas,
hasta que las tabaibas soltasen leche y los nísperos y las burras. Me estregaba
hasta que imaginaba que el vulcán ya se estaba despertando.”
Paola R. Senseve T.
Texto publicado originalmente en Muy Waso
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