Alejandra Alarcón, una precipitación

 


Aproximaciones a El libro de la leche y El libro de la sangre

 

Una mujer sin rostro me mira. Intenta tocarme, pero no tiene manos. Está fuera, de foco, de casa, en la intemperie, bajo el sol, sus cabellos surcan con el viento. Está partida en dos, es probable que no sea una mujer, que sean dos mujeres. Yo tengo rostro, yo la miro buscando. Yo tengo manos, las estiro para tocarla y sentir. Sus heridas de mujer están abiertas. ¿Qué es ser mujer? ¿Cuáles son las heridas de mujer? Esa mujer no tiene rostro, pero tiene vagina. Sus senos están inflados, de ellos brota un líquido que baja hasta unirse con otro líquido que surge desde la incisión que refrenda su maternidad. ¿Una mujer es una madre? ¿Una madre es una mujer? Si algo pasa en esta imagen, es que de repente me ha inundado. Ahora mis ojos están inmersos en un humor vítreo compuesto de leche y sangre.

 

El párrafo anterior corresponde a una de las piezas que componen El libro de la leche y El libro de la sangre, series de la artista boliviana Alejandra Alarcón. La reacción al observarla es semejante a una transfusión, que líquidamente te recorre hasta convertirse en ti, es decir, dos cuerpos en un solo cuerpo.

A menudo imagino a Alejandra nadando, sumergida en agua, porque sé que es una actividad que practica, pero también porque la he visto pintar. Pintar respirando con ritmo, moviéndose aparatosamente para cubrir algunas grandes superficies con todo su cuerpo, como si el aire fuera agua. Como si el papel fuera agua y el agua fuera agua y sus dedos fueran agua también. Respirar, fluir. Alejandra Alarcón entiende el agua, la defiende y la reivindica como el país donde ha decidido vivir, como su hogar, como su medio de transporte y comunicación y alimentación y amor. Y para sorpresa de algunas -no mía-, también como tema discursivo: Alejandra milita una coherencia absoluta y constante.

Asumo que esa constancia de años de trabajo ancla su fuero en que aquello que tiene cualidad líquida, por naturaleza, no entiende límites; los pelea. Entonces la obra, o la idea, o la propuesta, no está terminada. La búsqueda no acaba porque rebalsa y transmigra a otros espacios y estadios, como la vida misma, a veces difíciles de controlar. Si lo pienso bien, esa delgada línea de distinción, entre necesitar controlarlo todo para crear algo y saber que el control puede ser una simple ilusión de los sentidos, es el vértigo artístico en su máxima expresión.

Siempre me ha interesado la estética particular y fluida de Alejandra Alarcón, que incluso en performances, objetos y videos logra diluirse. Pero en realidad, lo que evita mi aridez de observadora que hace años no parpadea frente su obra, es hacia dónde sitúa su atención la artista. Ella puede, por ejemplo, mirar historias que todas conocemos, pero mostrarnos sus zonas menos desérticas. Alejandra ubica esas narraciones, les pone una gota de su liquidez encima y a través de esos lentes nos hace ver una serie de verdades posibles y alternativas. Alejandra puede también, mirar su propio cuerpo, su maternidad y elastizarla o desdibujar las líneas que la contienen, como si sus líquidos se fueran a desbordar para no ser más ella, para ser todas o absolutamente nadie.

En el agua se deforma o se refracta el sonido. En el agua se alteran la mayoría de los sentidos. Bajo el deshielo constante que es Alejandra, también se refractan y se deforman las tradiciones. La reescritura es casi un género literario del que poco se habla, mucho menos cuando quien reescribe, no lo hace escribiendo. En reescribir lo “femenino” o lo identitario, siempre hay un conflicto, una urgencia, un peligro y un acierto; probablemente, la conquista del trabajo de Alejandra Alarcón es que logra que las cuatro se tensen al mismo tiempo. Otra razón del funcionamiento de esa reescritura es lo que no estamos viendo, esa imagen que falta –lo que sabemos que va a suceder- de la que habla Pascal Quignard, pero que en ella corresponde más bien al silencio, a la importancia de eso que no se está diciendo, como en la poesía y en la música.

Fuera de lo sensorial y lo formal, lo conceptual de estos dos libros es lo fluido también. Un vehículo de símbolos ultra encriptados: tentáculos, espinas, telarañas, medias ensangrentadas, granadas, lo animal, espejos o más, que habrá que tentar leer en un mar de significancias para aprehender un poco de cada propuesta. O el devenir de las aguas, líquidos amnióticos, lágrimas, sudor, fluidos vaginales y menstruación en movimiento por los conductos corporales, las venas, lagrimales, glándulas y otros. Dos fluidos/vehículos, leche y sangre, indiscutiblemente representativos de humanidad, pero también de las imposiciones sociales construidas para los cuerpos y lo sabemos, lo sabes tú que lees y ves, lo sabe Alejandra y lo sé yo que escribo este texto, que se trata de los cuerpos de las mujeres como territorios invadidos/colonizados/narrados por masculinidades dominantes.

No es gratuita la potencia de una obra de arte cuando carga todo un aparataje de consideraciones políticas transformadoras, de conceptos -me animaría a decir universalizados- que fueron, son y seguirán siendo relevantes. No es gratuita.

Alejandra Alarcón reescribe o narra o revierte o subvierte o trabaja con arte procesos que de forma regular son producidos social y políticamente, como la descolonización o la despatriarcalización. En estos libros que no son libros -y por qué no, en el extenso de su obra en el tiempo- la autora tomó la historia formal, una que sí estaba en libros libros y la reformuló soltándola a la realidad inmediata sin mayores preámbulos.

El agua, esa sustancia. El líquido, ese estado intermedio. El agua, ese líquido, el más usual. El agua recubre el 71% de la superficie tierra. El cuerpo humano está compuesto de un 60% de agua. Filtrar ideas líquidas o de manera líquida es quizá esa estrategia fulminante que tiene el arte y que casi siempre le falta a la política. Y es ese el feminismo/política que suele ser problemático porque no es moda; es más bien una construcción lenta de imágenes, descubrimientos, asociaciones, realidades. Y es ese arte que no usa la política -la política muy pocas veces usa al arte- porque es una deconstrucción personal, lenta, genuina e inalterable que gota a gota va ahuecando la piedra, que gota a gota forma el humedal que amenaza con ser tormenta.

Esto anterior se ve con solidez extraordinaria en ambos, El libro de la leche y El libro de la sangre; pero también en los más de 15 años en los que Alejandra Alarcón hace arte con el agua de su cuerpo, del mundo y de las acuarelas.

Por último, hermanada en ese entrar y salir de libros inexistentes, metiendo y sacando agua, desmontando arquitecturas estructurales, cuestionándose la médula –que no es sólida-, me pregunto: ¿qué es lo siguiente que nos va a inundar Alejandra Alarcón?, ¿la forma de qué recipiente tomará su cuerpo?, ¿hacia qué mar desembocarán todas sus corrientes?, ¿cuándo llegará su siguiente precipitación?

Prepararé la tierra. Esperaré. Germinará vida.

 


Paola R. Senseve T.

 


Texto originalmente publicado en Museo de las Mujeres Costa Rica como parte de la exposición virtual de las obras de Alejandra Alarcón.

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